Manuel Montero

El libro cuenta con un espléndido prólogo de Manuel Montero, escrito en castellano, euskera e inglés.

Manuel Montero (Bilbao, 1955) es catedrático de Historia Contemporánea, Universidad del País Vasco. Ha publicado diversas obras relacionadas con la historia económica y política del País Vasco, tales como Mineros, banqueros y navieros (1990) y La California del hierro. Las minas y la modernización económica y social de Vizcaya (1995). En ellos estudió la explotación minera y el proceso de industrialización que se produjo en la margen izquierda de la ría del Nervión. [Leer más]

En el principio fue el hierro. Nos lo contaron los romanos, que se asombraron de que existiese en Somorrostro «un monte todo de hierro». Seguramente Plinio, que lo dice, hablaba de oídas y esto se presta a exageraciones. Pero acertó en que era una masa ingente de mineral. Después, muchos siglos después, más de mil años, este hierro comenzó a explotarse. Se quemaba en unos hornos bajos, entremezclado con carbón vegetal. Y, así, el País Vasco, sobre todo las provincias costeras, se llenó de ferrerías. Sabemos que existían ya en el siglo XIII. Desde entonces ha ardido siempre hierro en hornos vascos. Está entre las actividades que han tenido más continuidad entre nosotros. Y ha contribuido decisivamente a crearnos, a forjar nuestros avatares históricos. Nada podría entenderse sin el hierro.

Es raro. Entre las imágenes colectivas con las que hoy en día suelen identificarse los vascos apenas figura el hierro. Sí los campesinos, los pescadores, los caseríos, los pesqueros, los rebaños de ovejas, gentes paseando por las plazas porticadas de las grandes ciudades, bueyes arrastrando enormes piedras, grupos carnavalescos cubiertos con pieles haciendo sonar una especie de campana, aperos de labranza, prados siempre verdes, el mar rompiendo contra las rocas. Nunca las minas, ni el hierro. A veces, buques en la ría de Bilbao. Como mucho, una imagen furtiva de los altos hornos cuando echaban humo en la margen izquierda. Es lo más cercano al hierro, si se descuentan algunas evocaciones históricas de ferrones, muy pocas. Nunca los mineros, apenas los barrios industriales. Y los obreros de las siderurgias sólo salen en las imágenes públicas cuando se habla de desmantelamientos de fábricas. Como si fuesen de otro planeta, de otro lugar, de otro tiempo. Como si diesen vergüenza.

Es raro. Resulta extraña esta indiferencia respecto a los oficios que más han singularizado al País Vasco y que mejor lo han representado desde siempre. Es raro, porque nada sería igual sin la tarea de quienes trabajaron las minas durante siglos y siglos, sin la labor cotidiana de arrancar el mineral, resquebrajarlo, montarlo en las caballerías, en las carretas de bueyes, en los tranvías aéreos, en los ferrocarriles, y bajarlo por los caminos angostos hasta los embarcaderos, hasta las ferrerías o hasta las modernas siderurgias. Todo sería diferente sin los obreros que quemaron el mineral en los hornos, lo transformaron, lo laminaron.

No sólo la margen izquierda: durante siglos la economía vasca ha latido al compás del hierro que se sacaba del monte de Triano. Las ferrerías que se levantaron en los ríos de Vizcaya y de Guipúzcoa lo trabajaban, y dieron empleo a cientos de hombres. También estaban quienes transportaban el mineral, quienes talaban los bosques, quienes preparaban el carbón vegetal, quienes llevaban el hierro elaborado hasta las renterías donde se vendía. No podría entenderse la historia del País Vasco sin hablar del hierro. Ni se explicaría que, pese a que la agricultura era pobre –hasta los años de mejores cosechas había que importar parte de los alimentos, que no bastaba lo que aquí se conseguía– las dos provincias costeras destacaran por su alta densidad de población. Exportar hierro elaborado, importar subsistencias: ambas actividades están en el núcleo económico de nuestra historia.

Es raro. Entre las imágenes colectivas con las que hoy en día suelen identificarse los vascos apenas figura el hierro.

¿Por qué, pues, el hierro apenas figura hoy en nuestras imágenes colectivas?, ¿por qué los mineros y los obreros de las siderurgias y metalurgias de la margen izquierda son algo así como la parte vergonzante del País Vasco, sea en su versión histórica, sea en la actual? No es éste el sitio de ahondar en las explicaciones de fenómeno tan peculiar. Sí debe señalarse que, en la raíz, está la añoranza por pasados idílicos y armoniosos que no existieron nunca. Está también la ensoñación de un presente sin espacios conflictivos, sin mundos agrios, distantes de la imagen del País Vasco placentero que, voluntariosos, diseñan nuestros próceres de la vida pública.

Hay que reconocerlo: los mundos que se construyeron en torno al hierro no casan con imágenes líricas. Se resisten. No encajan en las idealizaciones ruralistas del día, en las reticencias a la modernidad industrial con que se sueñan los países vascos ideales que tanto éxito suelen tener. Los lugares mineros constituyen uno de los paisajes más excepcionales de Vizcaya, pocos tienen tanta fuerza. Pero, desde luego, no son placenteros, ni aptos para turistas que rehuyen desolaciones, ni sirven para postales amenas. Tampoco las fábricas, oscuras y con estructuras amenazantes, o los hacinamientos de nuestros pueblos y barrios obreros están entre los lugares que prefieren los políticos para enseñarlos a visitantes egregios.

SEMILLAS DE HIERRO

Es un documento gráfico que recoge 122 fotografías de Fidel Raso, en la más pura tradición del fotoperiodismo. Ilustran con imágenes inéditas, los momentos claves del proceso de demolición de la cabecera de Altos Hornos de Vizcaya. El libro ha sido cuidadosamente editado para asegurar una reproducción fiel de todos los matices de las imágenes en él recogidas, utilizando para ello los procedimientos técnicos propios de la edición a color, a pesar de tratarse de fotografías en Blanco y Negro.