En el principio fue el hierro. Nos lo contaron los romanos, que se asombraron de que existiese en Somorrostro «un monte todo de hierro». Seguramente Plinio, que lo dice, hablaba de oídas y esto se presta a exageraciones. Pero acertó en que era una masa ingente de mineral. Después, muchos siglos después, más de mil años, este hierro comenzó a explotarse. Se quemaba en unos hornos bajos, entremezclado con carbón vegetal. Y, así, el País Vasco, sobre todo las provincias costeras, se llenó de ferrerías. Sabemos que existían ya en el siglo XIII. Desde entonces ha ardido siempre hierro en hornos vascos. Está entre las actividades que han tenido más continuidad entre nosotros. Y ha contribuido decisivamente a crearnos, a forjar nuestros avatares históricos. Nada podría entenderse sin el hierro.

Es raro. Entre las imágenes colectivas con las que hoy en día suelen identificarse los vascos apenas figura el hierro. Sí los campesinos, los pescadores, los caseríos, los pesqueros, los rebaños de ovejas, gentes paseando por las plazas porticadas de las grandes ciudades, bueyes arrastrando enormes piedras, grupos carnavalescos cubiertos con pieles haciendo sonar una especie de campana, aperos de labranza, prados siempre verdes, el mar rompiendo contra las rocas. Nunca las minas, ni el hierro. A veces, buques en la ría de Bilbao. Como mucho, una imagen furtiva de los altos hornos cuando echaban humo en la margen izquierda. Es lo más cercano al hierro, si se descuentan algunas evocaciones históricas de ferrones, muy pocas. Nunca los mineros, apenas los barrios industriales. Y los obreros de las siderurgias sólo salen en las imágenes públicas cuando se habla de desmantelamientos de fábricas. Como si fuesen de otro planeta, de otro lugar, de otro tiempo. Como si diesen vergüenza.

Es raro. Resulta extraña esta indiferencia respecto a los oficios que más han singularizado al País Vasco y que mejor lo han representado desde siempre. Es raro, porque nada sería igual sin la tarea de quienes trabajaron las minas durante siglos y siglos, sin la labor cotidiana de arrancar el mineral, resquebrajarlo, montarlo en las caballerías, en las carretas de bueyes, en los tranvías aéreos, en los ferrocarriles, y bajarlo por los caminos angostos hasta los embarcaderos, hasta las ferrerías o hasta las modernas siderurgias. Todo sería diferente sin los obreros que quemaron el mineral en los hornos, lo transformaron, lo laminaron.

No sólo la margen izquierda: durante siglos la economía vasca ha latido al compás del hierro que se sacaba del monte de Triano. Las ferrerías que se levantaron en los ríos de Vizcaya y de Guipúzcoa lo trabajaban, y dieron empleo a cientos de hombres. También estaban quienes transportaban el mineral, quienes talaban los bosques, quienes preparaban el carbón vegetal, quienes llevaban el hierro elaborado hasta las renterías donde se vendía. No podría entenderse la historia del País Vasco sin hablar del hierro. Ni se explicaría que, pese a que la agricultura era pobre –hasta los años de mejores cosechas había que importar parte de los alimentos, que no bastaba lo que aquí se conseguía– las dos provincias costeras destacaran por su alta densidad de población. Exportar hierro elaborado, importar subsistencias: ambas actividades están en el núcleo económico de nuestra historia.

¿Por qué, pues, el hierro apenas figura hoy en nuestras imágenes colectivas?, ¿por qué los mineros y los obreros de las siderurgias y metalurgias de la margen izquierda son algo así como la parte vergonzante del País Vasco, sea en su versión histórica, sea en la actual? No es éste el sitio de ahondar en las explicaciones de fenómeno tan peculiar. Sí debe señalarse que, en la raíz, está la añoranza por pasados idílicos y armoniosos que no existieron nunca. Está también la ensoñación de un presente sin espacios conflictivos, sin mundos agrios, distantes de la imagen del País Vasco placentero que, voluntariosos, diseñan nuestros próceres de la vida pública.

Hay que reconocerlo: los mundos que se construyeron en torno al hierro no casan con imágenes líricas. Se resisten. No encajan en las idealizaciones ruralistas del día, en las reticencias a la modernidad industrial con que se sueñan los países vascos ideales que tanto éxito suelen tener. Los lugares mineros constituyen uno de los paisajes más excepcionales de Vizcaya, pocos tienen tanta fuerza. Pero, desde luego, no son placenteros, ni aptos para turistas que rehuyen desolaciones, ni sirven para postales amenas. Tampoco las fábricas, oscuras y con estructuras amenazantes, o los hacinamientos de nuestros pueblos y barrios obreros están entre los lugares que prefieren los políticos para enseñarlos a visitantes egregios.

Y los oficios fabriles –obreros de miradas fijas, grupos de trabajadores con mono–, reacios a ensoñaciones poéticas y a complacencias populistas, producen cierta desazón entre quienes consagran su vida a dirigir la nuestra, sean del signo que sean. Inquietan. Es que, además, dan problemas, y esto no suele gustar a nuestros políticos, probablemente convencidos de su mala suerte en haber heredado una sociedad conflictiva y de que hubiesen dado su medida en una sociedad distinta a la nuestra, hecha para el disfrute de autoridades. Pero esto es lo que hay.

Lo que hay es la margen izquierda, un mundo aparte. Y, también, el lugar donde se hizo el País Vasco moderno: resulta difícil evaluar la deuda histórica que tenemos con el espacio minero y fabril que se extiende junto a esta ribera del Nervión. Es enorme. En los aledaños de la ría se gestó la industrialización. Un proceso traumático, que no consistió sólo en levantar fábricas. Fue también construir una nueva sociedad y una nueva economía, pujantes, prósperas, cuyo impacto rebasó enseguida la reducida área de las instalaciones fabriles. Todo cambió, y se modernizó Bilbao, Vizcaya, el País Vasco, cuyos perfiles y ritmos vitales los marcó desde entonces lo que sucedía en los altos hornos.

Durante siglo y medio –desde mediados del siglo XIX hasta hace veinte años– una de las señas de identidad del País Vasco fue su capacidad de crecer, de acoger gentes venidas de otras tierras. Cada diez años todos los censos demográficos mostraron netos aumentos de población, un fenómeno casi sin parangón en otras latitudes, por su continuidad e intensidad: sin una sola interrupción hasta 1990, todos los saldos son mayores al recuento de la década anterior. Este flujo constante, alimentado por el hierro, ha gestado la fisonomía variada y plural de nuestra sociedad, su rasgo singular, irrenunciable.

«El monte de Somorrostro que provee a las ferrerías del País Vascongado la mayor parte del mineral de hierro que en ellas se beneficia, está situado a tres leguas de Bilbao hacia el Oeste, y a media legua Sudoeste de la villa de San Juan de Somorrostro en las Encartaciones del señorío de Vizcaya. Este monte, aunque bastante elevado, tiene un declive suave, y no muy incómodo en el verano, pero en el invierno se forman con las continuas lluvias lodazales, que imposibilitan el tráfico o a lo menos lo hacen muy peligroso y expuesto». Con estas palabras describía Fausto Elhuyar la principal zona minera de Vizcaya en 1783. Cien años más tarde el hierro de Somorrostro, que había suministrado la materia prima a las ferrerías del País Vasco, cumplía ya otras funciones económicas, no menos decisivas que las que cubriera durante el Antiguo Régimen. Habían desaparecido muchos de los problemas que, según explicaba Elhuyar, presentaba la minería. Los eliminaron, a mediados del siglo XIX, los inicios de la explotación sistemática de los yacimientos vizcaínos, cuando comenzó a servir la materia prima a los altos hornos ingleses.

Fue el invento del procedimiento Bessemer para la obtención de acero, de 1855, el que constituyó el principal acicate para el interés de los industriales británicos por las minas de Vizcaya. Requería el Bessemer un mineral determinado, el hierro no fosfórico, del que estaban bien surtidas las minas vizcaínas, en idóneas condiciones para su explotación y exportación a Gran Bretaña: era un mineral rico, situado cerca de la costa, en una zona donde, desde la perspectiva inglesa, abundaba la mano de obra barata. Y, así, en los años sesenta del siglo XIX comenzó a organizarse la zona minera de Vizcaya, con vistas al aprovisionamiento de la siderurgia inglesa, primero, y, después, de altos hornos franceses, belgas o alemanes.

La decisión de extraer el hierro vizcaíno para abastecer a la siderurgia moderna es, así, como uno de los acontecimientos decisivos en el devenir histórico de Vizcaya, y, por extensión, de todo el País Vasco. La saca de mineral se convirtió en la principal empresa de su economía. En torno a 85 millones de toneladas de hierro salieron hacia el extranjero por los embarcaderos del Nervión antes de concluir el siglo.

Para ello fue preciso transformar el paisaje geográfico y humano del antiguo Señorío. Fue necesario tender vías férreas que uniesen las minas con el puerto, adecuar éste al nuevo tráfico, construir instalaciones que facilitasen la minería: hornos de calcinación, tranvías aéreos, lavaderos… De otro lado, una nueva mano de obra, en parte foránea, cambiaría radicalmente los supuestos sociales y demográficos de la margen izquierda de la ría: la expansión de numerosas poblaciones y la aparición de una clase obrera vinculada a la explotación de las minas son algunos de los fenómenos que explican aspectos claves de nuestra historia.

Pero las consecuencias del trabajo del mineral no se quedaron sólo en las que por sí misma produjo la magna empresa minera, con ser cambios espectaculares. La venta del hierro generó un flujo de capitales que permitió la plena inserción de Vizcaya en el ámbito del capitalismo industrial. Su inversión en una siderurgia local, en las navieras, en la banca, en los negocios hidroeléctricos… contribuiría más que cualquier otro fenómeno a hacer de Vizcaya una región industrial. Nuestro desarrollo vivió, durante muchas décadas, al ritmo que marcaba la salida de buques cargados de mineral: en buena medida, ésta es su raíz, su razón de ser. La riqueza creada por la venta del hierro no fue, pues, flor de un día. Arraigó y fructificó en una nueva sociedad, a la que suministró disponibilidades de capital. La economía vizcaína, que había recibido ya su impulso decisivo, pudo seguir su desarrollo moderno, incluso cuando el mineral comenzó a escasear.

La especialización siderúrgica de la margen izquierda del Nervión empezó en 1855. Hace 140 años se instaló allí el germen de lo que andando el tiempo sería Altos Hornos de Vizcaya. Tiene interés el ambiente en que se tomó esa decisión que iniciaría nuestro moderno desarrollo industrial. Por entonces se estaban abandonando las ferrerías, pues no podían competir con los altos hornos de la revolución industrial británica. Desaparecía así un componente fundamental de la economía tradicional del País Vasco. «Es la ruina de nuestra tierra», «es la destrucción de nuestros modos de vida»: las crónicas de estos años están llenas de lamentos. Terminaba una época, y se temió que fuera quiebra definitiva. No lo fue. Desde 1841 algunas antiguas ferrerías empezaron a instalar nueva maquinaria, al modo moderno. Seguían usando carbón vegetal, pero auguraban que no se había acabado la industria del hierro en el País Vasco. Al contrario. Con el paso de los años son cada vez más frecuentes las noticias de que se importaban nuevas técnicas, las que tenían éxito en Europa. En ese clima se instaló la primera fábrica en la margen izquierda del Nervión.

Fue una iniciativa de Ybarra Hermanos y compañía. Era ésta una familia de mineros y comerciantes, que explotaba desde años antes una pequeña metalurgia en Guriezo (Cantabria), la Nuestra Señora de la Merced. Como este lugar estaba mal comunicado para aprovisionarse de hierro y sacar los productos, decidieron instalar su nueva factoría junto a la ría, en la confluencia del Galindo y el Nervión. Compraron los terrenos de El Desierto, un lugar por entonces paradisíaco, de creer los versos inspirados con que lo describe Samaniego, que, medio siglo antes, cuando le perseguía la Inquisición, se refugió en el convento de carmelitas descalzos que allí había.

Se formó así la fábrica de Nuestra Señora del Carmen. La decisión fue transcendental. Inició los cambios de la margen izquierda y su especialización siderúrgica. El Carmen fue la primera instalación del País Vasco que utilizó carbón mineral, al principio en unos hornos bajos. Y hacia 1872 construyó el primer alto horno que quemaba coque. Interrumpió sus trabajos la guerra carlista, que terminó en 1876. Y, en la posguerra, pese a las trágicas destrucciones de la contienda bélica, cuando de nuevo el pesimismo se adueñaba del país, se asistió al fenómeno más sorprendente de nuestra historia contemporánea. Comenzó un súbito crecimiento económico. Miles de obreros vinieron a trabajar las minas de Vizcaya. Unos tres mil vapores anuales llegaron a salir del Nervión cada año, cargados de hierro con destino a los puertos del norte de Europa. Se instalaron en Vizcaya sociedades de exóticas denominaciones, con nombre local y apellido extranjero: Franco Belge des mines de Somorrostro, Orconera Iron Ore. Co. Ltd., Luchana Mining, Triano Ore Co. Ltd., Bilbao River and Cantabrian Railway, Parcocha Iron Ore… La saca del hierro creó una incipiente clase obrera, sujeta a pésimas condiciones de vida. Y, también, enriqueció a algunas familias. La inversión de sus voluminosos beneficios provocó el definitivo boom industrial.

En 1878 se constituyó la fábrica San Francisco, una nueva siderurgia. En 1882, la Vizcaya, que también levantó altos hornos. Ocuparon la que se llamaba playa de Sestao, una marisma que formaba la ría aguas abajo del Galindo. También en 1882, El Carmen se transformó en Altos Hornos de Bilbao, para dotarse de grandes instalaciones. Y, así, estas tres siderurgias se convirtieron en las principales empresas fabriles constituidas nunca en el País Vasco. Tuvieron capacidad de impulsar un notable desarrollo empresarial. Antes de acabar el siglo numerosas metalurgias (La Basconia, la Iberia, Aurrerá…) se arracimaron en torno a las grandes fábricas. La ría se convertía en el nervio vital de la nueva sociedad industrial. Después, en 1901, se formaba Altos Hornos de Vizcaya, por fusión de Altos Hornos de Bilbao, la Vizcaya y la Iberia. Años después se integraría en este complejo empresarial la San Francisco.

Por entonces la ría adquirió la fisonomía actual. Pues la ría, tal y como la conocemos, es creación humana. Resultaba imprescindible adaptarla a las nuevas necesidades, pues el cauce del Nervión presentaba importantes deficiencias. No servía para el tráfico de gran envergadura que se avecinaba: por lo común, la carga media de los buques era inferior a las 500 Tms., un volumen muy reducido para los negocios que venían. En las últimas dos décadas del siglo XIX se llevó a cabo, en un tiempo sorprendentemente breve, el que constituye el mayor esfuerzo colectivo para transformar el espacio físico en el País Vasco. Resulta sugestiva la imagen del Nervión a finales del siglo XIX. En su margen izquierda se estaban construyendo nuevos altos hornos. Diariamente, numerosos barcos entraban en la ría, hacia los embarcaderos mineros. Unos veinte buques por término medio cruzaban la barra, cada día, pendientes de la pleamar. Algunos, se dirigían a los muelles próximos a Bilbao, por los difíciles canales provisionales que iban abriendo en el cauce las obras. Y, en un abigarrado panorama, los gánguiles, vapores, gabarras, grúas y dragas, se aprestaban a acondicionar físicamente las diversas partes de la ría.

Había comenzado la prosperidad industrial de Vizcaya, centrada en la transformación del hierro. No todo eran optimismos, sin embargo. Estaban las precarias condiciones de vida de los obreros, que sólo fueron mejorando tras un denso rosario de luchas. Estaban los hacinamientos urbanos, por la rápida expansión de los pueblos industriales, que durante décadas crecieron progresiva e ininterrumpidamente. Estaban también las sucesivas crisis que describieron los ciclos siderúrgicos. Y estaban, en último término, los pesimismos de quienes imaginaban que el desarrollo industrial carecía de bases sólidas y que se debía todo a una especie de casualidad histórica que había privilegiado el valor del hierro vizcaíno, y que todo terminaría cuando se terminase éste.

Expresa bien este escepticismo la sugestiva profecía de Vicente Blasco Ibáñez, que en su novela “El Intruso” caracterizaba así el primer momento de esplendor de la ría y vaticinaba su abrupto final:

«La Fortuna habría pasado un momento por esta tierra, como por otros países, sin dejar nada sólido. Bilbao ofrecería alguna vez el aspecto de las ciudades históricas de Italia, que fueron grandes, llenando el mundo con el poderío de su comercio y hoy son melancólicos cementerios de un pasado glorioso. Quedarían en pie los palacios del Ensanche, la ría prodigiosa, con su puerto que parece esperar las escuadras de todo el mundo. Pero los palacios estarían desiertos; el Abra, con sus contados buques, tendría la triste grandeza de una jaula inmensa sin pájaros, y la fundiciones, los altos hornos, los cargaderos, serían ruinas con sus chimeneas rotas, semejantes a esas columnas solitarias que hacen aún más trágica la soledad de las metrópolis muertas».

Parecen palabras proféticas y descripción de estos tiempos de desmantelamientos, cuando «las fundiciones, los altos hornos, los cargaderos» se asemejan a «ruinas con sus chimeneas rotas». Pero, pese al indudable atractivo que casi cien años después tienen estas palabras, fue vaticinio equivocado. Afortunadamente, Blasco Ibáñez erró al suponer que el desarrollo industrial era cosa pasajera y se volatilizaría cuando terminara el manantial del hierro vizcaíno. A partir de 1899, el año que se extrajeron seis millones y medio de toneladas de mineral, el hierro que producía Vizcaya comenzó a descender.

No se colapsó por ello la economía, pues la inversión de los beneficios mineros había generado ya una nueva plataforma productiva capaz de sostenerse, de propiciar el mantenimiento del desarrollo. Paulatinamente descendió el número de mineros, pero las nuevas fábricas, los astilleros, las metalurgias, podían ya crear empleo. «Un numen generoso y abundante protegía a la Villa. Soñó en el destino de los pueblos elegidos: vivir vida gozosa y fácil. ¿Jauja? Jauja fue Bilbao»: así retrató Julián Zuazagoitia la prosperidad industrial de los años de la I Guerra Mundial, otra época dorada de la economía vizcaína. «La ría es una de las cosas más sugestivas de España. Yo no creo que haya en la península nada que dé una impresión de fuerza, de trabajo y de energía como esos catorce o quince kilómetros de vía fluvial»: las palabras de Pío Baroja, unas décadas después, confirmaban que, contra lo que pudo suponerse a comienzos de siglo, la economía creada por el hierro estaba bien asentada y tenía capacidad de sobrevivir al final de los esplendores mineros.

Se asistió así al rosario de ciclos económicos. A la recesión de comienzos de siglo, a las euforias de la época de la I Guerra Mundial y a la apuros que siguieron, a los felices años veinte, al hundimiento económico de los treinta, a las angustias autárquicas de la posguerra, a la lenta recuperación económica, y, por fin, a las alegrías desarrollistas de los sesenta –cuando, congestionado el espacio industrial, la empresas vizcaínas se instalaron aguas arriba de Bilbao–. Después, las riberas del Nervión se nos han llenado de desmantelamientos, de reestructuraciones, de nuevos términos que hablaban de industria obsoleta, de sociedad vieja, a reconstruir.

Y, entre impaciencias y pesimismos, parece a veces que ha llegado el final de la historia, que la ría del hierro ya ha cumplido su misión y que dos mil años después de que entrase en la historia se convierte en una cerilla ardiendo que, con miedo a quemarse, se la van pasando partidos y políticos timoratos, que, se diría, les gustaría que les hubiese tocado otro tiempo y otro mundo para vivir. Pero no hay otro tiempo, ni otro mundo. Ni nunca nada ha sido fácil. La prosperidad industrial la sembró el hierro, pero la construyó el hombre, el esfuerzo colectivo. Por eso hay sitio para la esperanza. Desaparecen hoy los altos hornos de este siglo, pero queda la sociedad creada por el hierro a lo largo del tiempo, un mundo que ha ido sobreponiéndose a sucesivas crisis estructurales y que, catastrofismos al margen, ha mostrado siempre su energía colectiva.

Es la historia que retrata Fidel Raso en las páginas de este libro. El final de una época y el comienzo de otra. No la inauguración de la metrópoli muerta que anunciara Blasco Ibáñez, sino la última bocanada del humo de Altos Hornos y, también, cómo se erige, después, la nueva acería. El pasado que se nos va y el futuro que nos viene. Pero los cambios de ciclo son dramáticos, llenos de incertidumbres. De ahí el silencio que emanan las imágenes de la última colada de la histórica siderurgia vizcaína, un adiós desolado a un pasado de 140 años, casi siglo y medio de hierro ardiendo en los mismos lugares de la margen izquierda del Nervión. Es el final de un río continuo de miles y miles de toneladas de hierro, que han fluido durante décadas que parecían interminables. Aquí se acaban. Lo recogen las fotografías de Fidel Raso. E impresiona el aire solemne y solitario de los obreros mirando cómo se termina todo. Sin ceremonias, sin autoridades, que no les gusta presidir finales. Son imágenes tensas, pero que desprenden un sorprendente aire de cotidianidad, de un acto repetido cientos de veces: la conciencia de que nunca más se repetirá la operación no les quita la impronta de la costumbre. A veces los grandes acontecimientos históricos los simboliza un acto cotidiano, una experiencia trivial. Esta es una de esas veces.

En estas fotografías está también la despedida inadvertida de los humos siderúrgicos que durante tantos años caracterizaron el paisaje de la ría. Y cómo se van desmontando las estructuras fabriles de las que ha dependido nuestra economía. Sin más testigos que un fotógrafo. Pero hay más: están las imágenes, algunas sórdidas y siempre sorprendentes, de una factoría demasiado vieja. Nos muestran la fisonomía precaria de algunas instalaciones. Y estas fotografías explican por sí mismas porqué llega el final de los Altos Hornos de Vizcaya. Lo hacen con mucha mayor profundidad que arduos estudios económicos que analicen el retraso tecnológico y que llenen las páginas con el término fatal y cacofónico con que suelen explicarse estas cosas: obsoleto, obsolescencia. Sobre cómo se ha llegado a esto habla esa fotografía genial de un trabajador que engrasa las vías por las que ya nunca pasará ningún tren. Nadie se había acordado de avisar que la tarea cotidiana era ya innecesaria. Ni siquiera se supo organizar un final sensato.

Pero está también la inauguración de las obras de la acería, ese amplio grupo de políticos, cuyo elevado número contrasta con los pocos trabajadores que clausuraron una época de la historia de Vizcaya. Los inauguradores están arracimados, con una curiosa expectación, parece que tienen frío. Es el signo de los tiempos, echar a andar obras de futuros inciertos. No hay obreros en la inauguración, no salen en la foto. Sólo los políticos y los chóferes que conducen los automóviles de las autoridades y los esperan parsimoniosos. Son las costumbres de esta época al atisbar el porvenir.

Pero después recoge este libro el futuro, esas preciosas imágenes de cómo se levanta la acería. Aquí las imágenes parecen grabados del pasado siglo, cuando todo era posible y comenzaba a construirse nuestro mundo. Detrás de las nuevos vigas están los pueblos que levantaron los altos hornos. Fidel Raso retrata también las inmediaciones de las fábricas, y se intuyen el hacinamiento y la resignación ante el final de una época, ante los flujos incomprensibles con los que se construye, destruye y reconstruye nuestra economía y que, al final, nos determinan. Esa especie de fuerzas metafísicas que se escapan a la posibilidad de que el individuo actúe sobre ellos, y hasta de que los entienda. Pero, después de todo, hay razones para creer en el futuro. Es incierto, desde luego, pero ¿qué futuro no lo ha sido?

La semilla del hierro fructificó en otras horas fatales: la de comienzos del XIX, cuando se hundieron los trabajos tradicionales del mineral y todo pareció quebrar definitivamente; la del final de la guerra carlista, en un país sombrío y dividido, que se diría sin esperanza; las sucesivas crisis que salpican nuestra historia industrial de este siglo; las angustias de la última posguerra, hecha de hambres y carencias. Y, ahora, la crisis que nos ha tocado vivir, la que plasma Fidel Raso. El hierro, las fábricas, siempre han sido una tarea colectiva, y por eso no caben las resignaciones. Es verdad que ya nada será igual, y que los finales de una época se prestan a nostalgias. Pero, después de todo, tenemos un espacio humano que ha reconstruido otras veces su presente, sobreponiéndose a pronósticos agoreros y pesimismos. Es la tarea que nos ha tocado, y, más allá de coyunturas depresivas y quiebras estructurales, esa especie de fuerzas sobrenaturales, quedan las energías sociales que sembró el hierro. De peores hemos salido.

Tiene razón Fidel Raso. Todo comenzó con el hierro. De las minas quedan sólo los recuerdos, esas hendiduras en la tierra que abren este libro. Hubo minas y mineros, y después desaparecieron y quedaron las fábricas. Ahora se nos va la siderugia histórica y se levanta la acería del porvenir. Otra época. Por eso este libro retrata un momento histórico decisivo, trascendente. El que estamos viviendo. Hacía falta reflejarlo. Pero retrata también el pasado y atisba el futuro. Y rastrea el esfuerzo humano, las esperanzas colectivas. Las semillas del hierro.

Manuel Montero

SEMILLAS DE HIERRO

Es un documento gráfico que recoge 122 fotografías de Fidel Raso, que ilustran con imágenes inéditas, en la más pura tradición del fotoperiodismo, los momentos claves del proceso de demolición de la cabecera de Altos Hornos de Vizcaya. El libro, fue cuidadosamente editado para asegurar una reproducción fiel de todos los matices de las imágenes en él recogidas, utilizando para ello los procedimientos técnicos propios de la edición a color, a pesar de tratarse de fotografías en Blanco y Negro.